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El inexistente teléfono de ET – Miguel A. Sabadell

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Miguel Ángel Sabadell

Miembro del Comité de REDESPA

“Si existen, ¿dónde están?” Así de directo fue el premio Nobel de Física Enrico Fermi en 1950. Conocida desde entonces como la paradoja de Fermi plantea el contrasentido que existe entre creer que hay un gran número de civilizaciones extraterrestres y el dato objetivo de que no los hemos visto. Para Fermi era obvio que si una especie inteligente desarrolla la tecnología necesaria para viajar por el espacio, tarde o temprano acabará llegando a la Tierra. Como no tenemos pruebas de tales visitas, los extraterrestres (ET) no pueden existir. En este punto resulta clave calcular cuánto tardaría en recorrer toda la Galaxia. En 1981 el físico Frank J. Tipler estimó que una civilización avanzada la colonizaría en 300 millones de años. Teniendo en cuenta que la Vía Láctea tiene una edad de 8.000 millones de años, resulta increíble que en todo ese tiempo ninguna de esas civilizaciones haya sido capaz de hacerlo.

Es más, el imaginativo físico Freeman Dyson, del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, cree que si realmente existieran civilizaciones avanzadísimas y por alguna chiripa cósmica no hubiera llegado aún a nuestro barrio galáctico, sabríamos de su existencia porque la Galaxia parecería menos “salvaje” y uno poco más “ordenada”. Dyson está pensando en que esos extraterrestres habrían cambiado el aspecto de su entorno galáctico del mismo modo que nosotros hemos modificado el paisaje de nuestra planeta: cualquiera puede diferenciar un bosque virgen del producto de una reforestación por el poco “natural” alineamiento de los árboles.

Ahora bien, ¿cómo podemos estar seguros de que no están por aquí (olvidándonos de los ovnis, producto de nuestra peculiar excentricidad cultural)? Para Robet A. Freitas, Jr., experto en nanorobots e investigador del Institute for Molecular Manufacturing de California, es un error pensar que no hay sondas de exploración extraterrestres solo porque no las hemos visto. Sobre todo porque no las hemos buscado. Suponiendo que las sondas tienen un tamaño de 1 a 10 metros, ¿cuántos de los 100.000 millones de kilómetros cuadrados de Sistema Solar hemos explorado con esa resolución? Un 0,001%. Por eso, defiende Freitas, debemos realizar una búsqueda activa de estos artefactos antes de decidir que no hay.

Claro que si realmente están, ¿por qué no se han dado a conocer? Algunos científicos piensan que no lo hacen porque no quieren interferir: es la hipótesis del zoo, propuesta por primera vez en 1973 por John A. Ball en la revista Icarus. En realidad ya había sido avanzada por los escritores de ciencia-ficción Olaf Stapledon en El hacedor de estrellas (1937) y Arthur C. Clarke en El fin de la infancia (1953). Según el ingeniero Ronald N. Bracewell se mantienen en un discreto segundo plano esperando que desarrollemos el nivel tecnológico necesario para pertenecer a su exclusivo “Club Galáctico”. Esta idea también apareció en la prestigiosa revista Science en 1977. Allí T. B. H. Kuiper y M. Morris argumentaron que entre los motivos para evitarnos estaba el choque cultural que dicho contacto significaría. Y añadían una nueva vuelta de tuerca a la idea del Club Galáctico: no contactarían hasta que alcanzásemos cierto nivel intelectual y así evitar “extinguir la única cosa en este planeta que podía tener algún valor para los extraterrestres”.

Esta colorista hipótesis que convierte a los extraterrestres en nuestros hermanos mayores ha sido atemperada por Freitas al afirmar que no tienen por qué estar callados. Aunque haya sondas en nuestro Sistema Solar no deben tener entre sus prioridades dedicarse a enviar mensajitos: hacen su trabajo y, simplemente, nos ignoran. Que las descubramos o no es cuestión nuestra; los ET no son proactivos a la hora de darse a conocer.

Más ocurrentes son otras propuestas para dar solución a la paradoja de Fermi. Una de las más divertidas es la llamada Vecindario de renta antigua: vivimos en una zona bastante aburrida de la Galaxia, con pocas cosas interesantes y los ET prefieren acercarse a lugares más atractivos, como el centro galáctico. Otra es la Hipótesis de la cuarentena: creen que somos una especie muy peligrosa y nos mantienen aislados. Pero la más alucinante es la Hipótesis de la sondas mortíferas. Hay una civilización avanzadísima que no quiere competidores por el control de la Galaxia. Para ello mandan sondas autorreplicantes de exploración y, si detectan una civilización capaz de surcar el espacio, la sonda busca un cometa o asteroide bien gordo, se adhiere a él y lo dirige contra el planeta. Imaginación al poder. Freitas no se arredra ante esta vorágine de explicaciones imposibles. Como es obvio que no tenemos ninguna prueba de que haya civilizaciones genuinamente galácticas, propone su hipótesis de la desaparición de civilizaciones con impulsos voraces, “un cáncer sin propósito de explotación tecnológica”: no existen porque algún tipo de mecanismo de selección desconocido las elimina.

En medio de este mar cósmico de insensatez, fruto de demasiada ciencia ficción mal digerida, surgen voces que afirman que la paradoja de Fermi sólo lo es para quienes creen en las civilizaciones extraterrestres. El mejor análisis sobre el tema lo hizo el astrónomo Michael H. Hart en un artículo publicado en 1975 en la revista Quarterly Journal of the Royal Astronomical Society. En él demostraba que la pregunta de Fermi no era una boutade y hacía un análisis riguroso del problema. ¿Es posible que no hayan llegado porque el viaje espacial es inviable? Por supuesto no es lo mismo que pasear por el jardín de casa, pero hay medios para evitar el problema. Tenemos la animación suspendida, ya sea mediante criogénesis u otras técnicas bien conocidas desde la película Alien. Es obvio que no sabemos cómo congelar a seres de sangre caliente pero… ¿quién ha dicho que los ET deban tenerla? Tampoco hay razón alguna para creer que su esperanza de vida sea parecida a la nuestra. ¿Por qué no pueden vivir 3.000 años? Si así fuera, dedicar 200 a un viaje interestelar no es demasiado. Otras alternativas son el viaje a velocidades cercanas a la de la luz, pues entonces el tiempo pasa más despacio, enviar sondas automáticas con embriones congelados dispuestos a desarrollarse en cuanto se encuentre un planeta viable, o los viajes generacionales, propuestos por primera vez en 1929 por el padre de la cristalografía de rayos X John D. Bernal en su obra The World, the Flesh & the Devil: se embarcan diferentes familias en un viaje que durará siglos y serán sus descendientes los que terminen la misión.

Para Hart tampoco tienen sentido las explicaciones sociológicas como la hipótesis del zoo y todas sus variantes: la hipótesis autodestructiva de Freitas o la contemplativa -¿por qué van a tener ganas de explorar? Pueden dedicarse a la vida espiritual y artística-. Todas pecan del mismo problema: que suponen que todas las razas extraterrestres, independientemente de su estructura biológica, psicológica, política o social, durante toda su historia, hacen siempre lo mismo. ¿Realmente es creíble? Quizá los habitantes de Vega III en el año 600.000 a. de C. decidieron quedarse en casa y mirarse el ombligo, pero eso no implica que en el 599.000 a. de C. quisieran hace lo mismo o que sus descendientes en el 555.000 a. de C. siguieran el mismo camino. ¿Cuándo ha pasado algo así en la Tierra? Lo que Hart está diciendo no es que los ET vayan a actuar como nosotros, sino que es imposible que todas las posibles civilizaciones ET en toda su historia actúen siempre al revés de como lo hacemos nosotros.

Del mismo modo, decir que ninguna ha tenido tiempo para llegar es aún más raro. La cuenta que hace Hart es reveladora: supongamos que nos dedicamos a enviar misiones a estrellas situadas a unos 20 años-luz de nosotros. Una vez instalada la colonia, puede enviar sus propias misiones. Sin pausa entre expediciones la cantidad de tiempo necesario para recorrer la Galaxia a una velocidad de expansión la décima parte de la de la luz es de 650.000 años. Seamos generosos y pensemos que descansan entre misiones de modo que el tiempo de expansión es el doble. Únicamente una civilización que haya empezado su época exploratoria hace menos de 2 millones de años no podrá habernos visitado. Que el millón de civilizaciones que según Carl Sagan poblaban la Vía Láctea estén todas en el mismo momento de su historia tecnológica es verdaderamente increíble.

Pero el ser humano es inasequible al desaliento y numerosos científicos llevan desde hace 50 años buscando posibles civilizaciones extraterrestres: es el proyecto SETI (del inglés Search for ExtraTerrestrial Intelligence). Desde sus comienzos en 1959, la doctrina SETI ha apostado principalmente por la búsqueda de emisiones de banda estrecha en el rango de radio. El argumento es de lo más naïve: las ondas de radio son baratas, llegan lejos y su camino no se ve perturbado por nebulosas y otros objetos celestes. Sin embargo, no es toda la verdad. Enviar mensajes a larga distancia necesita de una gran potencia, pues una señal recibida por un planeta situado a 8 años-luz es 1/64 menos intensa que la misma recibida a un año-luz, debido a la ubicua ley del inverso del cuadrado de la distancia. “Para que se dé la comunicación interestelar se necesita una enorme potencia y un radiotelescopio verdaderamente grande capaz de recoger las débiles señales que llegan desde las vastas distancias espaciales”, dicen los astrónomos Andrew J. H. Clark y David H. Clark.

Encima los científicos se enfrentan a un problema tecnológico mayúsculo. El dial de la “radio SETI” va desde los 1.000 a los 10.000 MHz. Para que una emisión sea efectiva y no se disipe, la anchura de banda –el intervalo de frecuencias que ocupa una emisora en el dial- debe ser, como mucho, de 1 Hz. Esto nos da la friolera de 10.000 millones de canales; dedicando solo un segundo por canal, analizar cada estrella nos llevaría 317 años. Había que pensar algo y en 1959 llegó la solución al dilema: los físicos Giuseppe Cocconi y Philip Morrison propusieron en un artículo en la revista Nature la estrategia de las “frecuencias mágicas”. Si los ET poseen una ciencia similar a la nuestra tendrán radiotelescopios con los que estarán estudiando el universo. Y sabrán que la mejor forma de hacerlo es sintonizando la emisión del hidrógeno neutro en 1.420 MHz, también llamada la línea de los 21 cm (por su longitud de onda). Por tanto, si queremos enviar señales a otras civilizaciones lo mejor es utilizar esa frecuencia porque es a la que tendrán sintonizados sus aparatos. El artículo terminaba con una frase que desde entonces ha servido para justificar el proyecto SETI: “La probabilidad de éxito es difícil de estimar, pero si nunca buscamos, la probabilidad de éxito es cero”.

Por entonces Frank Drake, un joven radioastrónomo del recién creado National RadioAstronomy Observatory (NRAO), llegaba a la misma conclusión. Y se propuso empezar a buscar. El 8 de abril de 1960 había conseguido 2.000 dólares y 150 horas de observación en el radiotelescopio Tatel para escuchar en la línea de 21 cm dos estrellas cercanas parecidas a nuestro Sol: epsilon eridani y tau ceti. No recibió nada, pero su empeño acababa de poner la primera piedra de SETI.

El artículo de Nature abrió la puerta de toriles para todo tipo de propuestas sobre posibles “frecuencias mágicas”. Una muy popular fue el llamado water hole (agujero del agua), que va desde la frecuencia de emisión del hidrógeno (H, 1.420 MHz) al radical hidroxilo (OH, 1.662 MHz). La razón es bastante chauvinista: H y OH dan H2O y suponían que si su bioquímica está basada en el agua usarían semejante rango de frecuencias para intentar contactar. Otra más futurista fue buscar en la línea de 1.516 MHz del tritio, lo que demostraría que existen civilizaciones con reactores de fusión nuclear por ahí arriba. La filosofía subyacente es muy simple: existen civilizaciones con un desarrollo científico-tecnológico similar al nuestro y con interés en saber si no están solos en el universo. ¿Cómo buscarlas? Usando el “nosotros lo sabemos, ellos saben que lo sabemos y nosotros sabemos que ellos saben que lo sabemos”.

Los soviéticos no se quedaron atrás. El brillante astrofísico Iosif S. Shklovskii publicó en 1962 un libro destinado a convertirse en todo un clásico: Universo, Vida, Mente. Fue el primer libro donde un astrónomo dio prominencia a la búsqueda de ET en onda radio. Cuando llegó a manos de Carl Sagan, lo hizo traducir y añadió sus propios pensamientos, convirtiéndolo en el best-seller Vida inteligente en el universo. En el pensamiento de Shklovskii subyacía el materialismo histórico marxista, de modo que para él era inevitable el desarrollo de la civilización en cualquier planeta donde apareciera vida. En palabras del astrónomo de Nikolai Bobromikoff, “la vida es una consecuencia normal e inevitable al desarrollo de la materia, como la inteligencia es una consecuencia normal a la existencia de vida”, según dejó escrito en su ensayo Actitudes soviéticas respecto a la existencia de vida en el espacio.

Esta forma de ver la evolución de la vida alumbrada por el marxismo empapó todos los trabajos de científicos rusos sobre SETI, como en el clásico Transmisión de información por civilizaciones extraterrestres del astrofísico Nikolai S. Kardashev. Publicado en 1964 en la revista Astronomía soviética, ofrecía una clasificación evolutiva de las civilizaciones tecnológicamente desarrolladas en función de energía consumida: Las de tipo I, tanta energía como la recibida de su sol -nosotros estamos a punto de llegar a ese estadio-; las de tipo II, tanta como toda la que emite su estrella y las de tipo III, tanta como la que emite la Galaxia. Y en la más pura ideología del materialismo histórico termina diciendo: “Incluso el descubrimiento del más simple organismo, por ejemplo en Marte, incrementaría enormemente la probabilidad de que existan en la Galaxia muchas civilizaciones de tipo II”.

En ausencia de hechos las ideas se contaminan de ideología, y eso sucedió con SETI en ambos países. Los rusos lo dejaron claro en su congreso de 1964 en el Observatorio Astrofísico de Byurakan, en la Armenia soviética: “obtener soluciones técnicas y lingüísticas al problema de comunicación con civilizaciones extraterrestres que estén mucho más avanzadas que la nuestra”. Su búsqueda se iba a concentrar en civilizaciones tipo II y III. En EE UU un encuentro similar se había celebrado dos años antes en el NRAO. Los 11 científicos asistentes -entre los que se encontraban los pioneros Cocconi, Morrison, Drake, y un joven y entusiasta de la exobiología llamado Carl Sagan- establecieron la que iba a ser la doctrina norteamericana de SETI, enfocada hacia las civilizaciones de tipo I. Los astrónomos A. J. H. Clark y D. H. Clark han expresado muy gráficamente cómo ambas estrategias estaban viciadas por la ideología: “los americanos buscaban Radio Libre Alfa Centauri mientras que los soviéticos deseaban participar en los futuros congresos del Partido Comunista Intergaláctico”. Los norteamericanos querían encontrar a sus iguales tecnológicos -e iguales intelectuales, como bien demuestra la peregrina idea de las frecuencias mágicas-; los soviéticos, aquellas civilizaciones que hubiesen alcanzado un avance espectacular siguiendo el inevitable devenir predicho por el materialismo histórico. El proyecto SETI no es más que el producto emocional de las dos superpotencias del siglo XX, y sus fuerzas directoras han sido la guerra fría y la pasión por los extraterrestres nacida con el advenimiento del mito ovni. La prueba más palpable es que, en su medio siglo de existencia, solo ha conseguido reclutar a un puñado de científicos en el resto del mundo.

En la actualidad SETI es cien millones de millones de veces más potente que en los pioneros años 60. Así, desde 2007 opera el Allen Telescope Array en las montañas Cascada en California: hoy son 42 antenas y se prevé que lleguen a ser 350, que trabajando en conjunto sean similar a un gran radiotelescopio de 700 metros de plato. Sin embargo, 50 años de escucha han dado sistemáticamente resultados nulos. Para justificar el fracaso algunos argumentan que no hemos hecho más que rascar la superficie, que queda mucho por explorar y no es tiempo de tirar la toalla. Otros dicen que ausencia de pruebas no es prueba de ausencia, un argumento que igualmente podrían utilizar los que creen en los ovnis, los fantasmas o en la homeopatía.

Sin embargo, entender el fiasco de SETI exige que miremos al único planeta que sabemos que posee vida inteligente. ¿Cuántas especies han existido desde el origen de la vida? El número adolece de tanta imprecisión como el que los astrónomos dan sobre el número de planetas que hay en la Galaxia. “Si ahora tenemos unos 30 millones de especies y la esperanza de vida de cada especie es de 100.000 años, uno puede postular que ha habido miles de millones, quizá 50.000 millones de especies sobre la Tierra”, dice el biólogo Ernst Mayr. De todas ellas sólo una ha conseguido desarrollar una inteligencia que ha derivado en una civilización tecnológica. Y no siempre, pues en los últimos 10.000 años ni sumerios, egipcios, griegos, incas, aztecas, chinos, ni indios han podido. Ni la tecnología ni el deseo de creer en ET es una consecuencia inevitable en la historia evolutiva de una civilización. SETI nace en unas naciones en particular, en un momento determinado y debido a unas fuerzas sociológicas peculiares.

Peor aún, ¿cuántas civilizaciones pueden recibir señales? Basta con mirar a la nuestra: poco más de 100 años de los 200.000 que lleva nuestra especie sobre el planeta. Si una civilización extraterrestre hubiera estado enviando señales a nuestro Sistema Solar durante 10.000 años lo más probable es que jamás hubieran recibido respuesta. SETI únicamente es viable con civilizaciones que se encuentran en el mismo punto tecnológico que nosotros en el mismo instante de tiempo. Nada más: SETI es un esfuerzo fútil. Incluso propuestas como las del físico Paul Davies en su libro de este año The Eerie Silence: Renewing Our Search for Alien Intelligence, donde habla de nuevas formas de comunicación tales como manipular los púlsares para que funcionen como faros galácticos o el uso de los neutrinos para enviar señales, no son más que un regreso a la doctrina soviética. Y la nueva propuesta del físico Dick Carrigan, ya jubilado del famoso Fermilab de Chicago, de buscar signos de contaminación en las atmósferas de planetas tipo terrestre, rememora la odctirna USA. Eso sí, resulta curioso que las propuestas de finales del siglo XX y, sobre todo, de estos primeros años del siglo XXI sean una mecla de ambos enfoques de la guerra fría: con la caída del muro de Berlín y el desplome del modelo comunista ya podemos dejar la puerta abierta a un sincretimo de posturas. Así, el propio Carrigan utilizó el satélite de observación en infrarrojo IRAS, controlado dese la estación de Villafranca del Castillo (Madrid), para buscar estrellas con emisiones poco usuales en esa zona del espectro electromagnético y que denotarían la existencia e civilizaciones muy evolucionadas.

Claro que teniendo en cuenta las bajísimas probabilidades de éxito Ernst Mayr se pregunta porqué todavía hay científicos que siguen empeñados en ello. “Si miramos sus currículums descubrimos que son casi exclusivamente astrónomos, físicos e ingenieros. No se dan cuenta que el éxito de SETI no es cuestión de leyes físicas y capacidades ingenieriles sino de factores biológicos y sociológicos. Y los han dejado fuera de sus cálculos”.

Solo la devoción explica por qué Frank Drake, cuando vino a España en 1995, dijo que “el programa SETI tendrá éxito hacia el año 2000”. No ha sido así, pero él sigue en la brecha. Y aunque durante mil años no se encontrara ninguna señal siempre se podrá explicar diciendo que queda muchos sitios por buscar. Si los resultados negativos no sirven para llegara ninguna conclusión, ¿podemos considerar SETI parte de la ciencia?

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